QUEJUMBROSO, QUEJUMBROSA
1. adj. Que se queja por poco motivo o por hábito.
2. adj. Dicho de la voz, del tono, de unas palabras, etc.: Empleados para quejarse.
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GARBANZOS - félix albo.

Doña Paquita era soltera y al morir sus padres quedó sola en el imponente caserón de la plaza. El escudo, esculpido sobre el dintel de la puerta, denotaba el linaje de tan adinerada familia.
De niña fue repelente y repipi, de joven creída y desmesuradamente altiva. De adulta, conforme la soledad iba ajando su belleza, se tornó quejumbrosa y sombría. Mujer de moral impoluta, de misa diaria y despreciativa hacia la pobreza y la miseria, no levantó nunca sospecha alguna entre sus vecinos.

De otras familias bien posicionadas, le llegaban semanalmente víveres que siendo más escasos de lo acostumbrado eran más que abundantes para una persona sola, y casi irreales para la mayoría que en aquella época vivían sin pan, ni maíz ni caldo siquiera con agua sola.

- Al ser una, con esto tendrá usted bastante ¿verdad? -le decía el comandante, la gentil duquesa o cualquier otra visita de abolengo que recibía en su casa llevándole un kilo de garbanzos, un trozo de tocino, otro kilo de lentejas, uno más de harina, huevos y una gallina ya muerta.

Agradecida quedo por su generosidad y misericordia. Que Dios nos guarde -decía despidiéndolos.

Doña Paquita entonces, en su enorme salón penumbroso disponía las viandas sobre la mesa y con silenciosa paciencia comenzaba a dividir cada alimento en diez montones o porciones.

Bajo, en el sótano, en sepulcral silencio, vivían siete mujeres. Eran más jóvenes que Doña Paquita, del mismo pueblo a quienes la guerra les había arrebatado los maridos, los padres, los hermanos y a muchas la propia esperanza. Una noche, huyendo, desde una cueva en un huerto fueron a parar sin saber muy bien cómo a la cripta de la familia de Paquita y de ahí a la antigua bodega donde ahora se guardaban aperos sin uso y trastos.

Allí las encontró la Señora, tres tardes después de que llegaran, al bajar a buscar una zafa. Tras el susto inicial, Doña Paquita las hizo subir a la cocina. A ellas, a esas ocho mujeres y a los seis hijos que con ellas llegaron de entre siete y tres años. Las hizo sentarse con los niños pequeños sobre sus rodillas. Les dio agua que bebieron asustadas pues esperaban que las denunciara, cuando de repente puso sobre la mesa lo que sus amistades le habían hecho llegar esa semana.

Diez montones hizo Doña Paquita aquella primera noche.

Diez partes haré cada semana -dijo, mientras con sus manos comenzaba a separar grupos de garbanzos-. Uno para cada una de vosotras, me da igual el número de hijos, eso es cosa vuestra. Y dos para mí porque es mi comida, porque es mi casa y porque si adelgazo de más, levantaré sospechas -les explicó -. Viviréis en el sótano, solo subiréis de noche a limpiar, fregar y planchar. Nada de risas, llantos, rezos ni palabras. Al mínimo murmullo os vais por dónde habéis venido. Sois fantasmas. Fantasmas. Estoy acostumbrada a vivir entre ellos en esta... casa. Quiero los muebles relucientes y la ropa con olor a lavanda. Dormiré por la tarde y por la noche os vigilaré mientras estáis en mi casa. ¿Conforme? -les inquirió-.
Ellas asintieron en silencio. Tres de los niños también.

Se levantó, y antes de salir de la cocina se dio media vuelta mirándolas.

A la mañana siguiente a la partición haré un guiso con mis dos montones porque me encanta cocinar -afirmó-. Un guiso que compartiré con aquella que deje su montón junto al mío en vez de llevárselo al sótano. Estas serán las últimas palabras que os dirija. Buenas noches. Buena suerte -y se marchó-.

Las mujeres se quedaron mirando los montones mientras aguantaban a sus niños en brazos que miraban la comida cruda con los ojos enormes. Una de ellas, cogió un garbanzo y se lo puso en la boca al niño, mientras se levantaba y apurando el vaso de agua se marchaba. Las demás ni siquiera se atrevieron a tocar la comida.

A la noche siguiente cenaron antes de ponerse a trabajar ante la presencia de la Señora que dormitaba en una mecedora de la entresala. Les supo delicioso. También lo estaba.

Cada semana Doña Paquita hacía diez partes de sus vituallas. Cada semana, a pesar de que nunca ninguna mujer se lo llevara porque sabían que uniendo las porciones tendrían más comida que si cada una se aprovisionaba de su parte correspondiente.

Lo mismo hicieron con sus esperanzas, sus voluntades y sus fortalezas.

Una noche, el guiso era más abundante que nunca y en diez montones había tarros con tomates, alcachofas, harina, carne de pavo, legumbres, arroz y una cuarta de aceite.
La habitación de Doña Paquita estaba cerrada.

En la mesa, una nota rezaba:

"La dichosa guerra ha terminado. Alabado sea el Señor. Vuelvan a la vida. Buena suerte"

A la mañana siguiente, la casa relucía limpia como cualquier otra mañana, en el sótano no quedaba rastro de presencia alguna y sobre la mesa se disponían los ocho montones en círculo alrededor de dos al centro.

Nunca se supo nada.

Hoy, casi ochenta años después, algunas mañanas de domingo, sobre la lápida de Francisca Vítaro Peláez, reposan en círculo ocho manojillos de flores frescas y silvestres.

Ocho manojillos que al verlos, aún sin conocer la historia, uno no puede evitar sonreír.
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Hay ocasiones en las que el resultado de la colaboración conjunta es superior a la suma de las individualidades. A ese efecto lo llaman sinergia y solo sirve cuando uno cree que juntos es mejor que solos.

Sumemos voluntades y así multiplicaremos resultados ¿no crees?

Feliz semana. Feliz vida.

Abrazos a capazos:

Félix Albo




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